El andén de los encuentros
En el andén desangelado, la espera se diluía entre el humo grisáceo y los murmullos de los transeúntes apresurados. Él, un hombre de sombrero y gabardina raída, se erguía en medio de la multitud como un solitario faro en la penumbra de la estación. Su mirada, perdida en el vaivén de las vías, buscaba algo más que el simple arribo de un tren.
Las horas se deslizaban sin prisa, como las notas de un tango melancólico que se desvanecen en el aire. El reloj en la pared avanzaba con la parsimonia de un relojero anciano, marcando el compás de una espera que parecía eterna.
De repente, un destello en el horizonte anunció la llegada del esperado convoy. Los susurros se convirtieron en murmullos excitados, y el aire se cargó de una electricidad fugaz, como si la promesa de un encuentro imposible se materializara en cada exhalación.
Él avanzó con determinación hacia el andén, su corazón latiendo al compás de las ruedas metálicas sobre los rieles. Entre la maraña de rostros desconocidos, una figura se destacaba como un faro en la niebla. Ella, con su cabello al viento y sus ojos destellando misterio, parecía surgir de un sueño para encontrarse con él en aquel rincón olvidado del mundo.
El tiempo se detuvo en un instante eterno mientras sus miradas se cruzaban en un baile sin fin. Palabras no dichas se entretejían entre sus silencios, formando un diálogo íntimo que solo ellos podían comprender.
Y así, en medio del bullicio de la estación, se encontraron dos almas perdidas en el laberinto del destino, unidas por el hilo invisible de un amor que desafiaba las leyes del tiempo y el espacio. En aquel fugaz encuentro, la eternidad se hizo presente, y el mundo entero se detuvo para contemplar la magia de un amor que trascendía toda razón.
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