El soldado de los dos bandos
Me pidió que enterráramos las pistolas, porque podría ser que fuese con ellas mismas con las que nos mataran si nos apresaban. Habían emboscado a nuestro Batallón y sólo nosotros, que habíamos ido de avanzadilla a otear por encima del cerro, logramos salvar la vida. Las ganas de llorar las ahogó el miedo y el ímpetu del sargento que, enganchándome por el pecho, me soltó un “vámonos, antes de que nos capturen”. Y, sorteando soldados de los dos bandos, llevamos cinco días caminando. Esa misma noche, sentados al relente, decidimos qué hacer. La decisión de los dos fue la misma: volvamos a casa con nuestras familias que la guerra se ha acabado para nuestros cuerpos derrotados.
Por cada sitio que pasábamos, aprovechábamos para robar algo de comida y ropas con las que poder ir tirando la indumentaria militar que nos identificaba como soldados de la rebelión. Así fuimos haciendo kilómetros, de día por el monte y de noche por las carreteras, para evitar ser vistos. Cruzar la mitad del país era duro, pero saber que pronto estaríamos en casa nos animaba a seguir. Los dos éramos de la misma zona, aunque cada uno de su pueblo. El sargento vivía en los alrededores de la ciudad y yo en una pequeña aldea en la que se cultiva agave azul. Antes de que estallara la revuelta, ejercía de capataz de la plantación con más de 200 hombres a mi cargo y una producción que era la envidia de la comarca. Odiaba el trabajo y, fíjense que, ahora lo echo de menos. Vivimos en una caótica e injusta vida, que te da y te quita a su antojo.
Tras casi un mes de andanzas y peligros, nos acercábamos a las localidades en las que habíamos nacido y por las que estábamos dando la vida para que siguieran siendo libres, lejos de ese régimen de terror que querían imponernos. Ese fue el justo motivo por el que nos apuntamos voluntarios, el sargento y yo, en el ejército revolucionario. Aunque, con lo vivido hasta el momento, creo que ya consideraba pagada la deuda contraída para poder vivir el resto de mi vida con la cabeza alta. Agotados, dando la vuelta a un pequeño montículo, vimos asomar la ciudad. Al sargento se le iluminó la cara. Le sonreí. Lo acompañé hasta su casa donde, sus parientes, nos recibieron con llantos de alegría. No se acordaron, ni de lejos, de hacernos sentir héroes. Para ellos no éramos soldados, simplemente, parte de la familia.
Tras unos días de descanso, bien escondidos, porque el lugar estaba en manos del enemigo, inicié el resto de mi camino por la noche. Si me apuraba mucho, podría hacer todo el recorrido en una sola jornada. Cosa que iba a intentar con todas mis fuerzas. Con zapatos nuevos, que me suministró la esposa del sargento, me decidí a empezar corriendo; hasta donde me dieran las fuerzas. Y, he de reconocer que, sería por el ansia de llegar o porque un año en la guerra me había convertido en una persona fuerte de físico y de ánimo, logré divisar mi aldea antes de que amaneciera. Lo veía, ya a lo lejos, cuando sentí una frase que no quería escuchar por nada del mundo y que me congeló las venas. “Quédese quieto o disparo”. Era una patrulla de soldados de la milicia del gobierno. A golpes me tiraron al suelo mientras uno de ellos, el más joven, mucho más que mi hijo; me apuntaba a la cabeza.
Cuando dispusieron de un carro, me llevaron al cuartel para interrogarme. Sospechaban que yo era soldado de la revuelta e intentaron, golpe a golpe, que lo declarara. Tras apalearme, viendo mi determinación, dudaron en que yo podía tener razón. Estuve varios días en una celda conviviendo con otros prisioneros desnutridos ya. Después de la única comida que nos daban al día, se llevaban a uno. Por la forma de patalear del elegido, intuyo que era para fusilar. La mejor forma de ganar la guerra es infligirle el miedo al adversario. Al yo estar allí, creo que formaba parte del sorteo diario. Empecé a temer por mi vida cuando, después de caminar todo el país, estaba a pocos metros de mi casa. Un día me sacaron a mí, y no fue a sorteo. Me nombraron. Dos soldados, con educación, me pidieron que los acompañara. Aun así, miré a los demás reclusos con la sensación de que nunca los volvería a ver.
Me llevaron a un austero despacho en el que tuve que esperar mucho tiempo hasta que entró alguien. Tampoco es que tuviera mucha prisa por ir a ningún lado y allí se estaba calentito. Irrumpió un oficial, se sentó en la mesa, se puso sus lentes, revisó unos papeles y me miró. Pasé más miedo en ese momento que esquivando balas en el frente. “Así que usted es Antonio Arema Palomares”. Asentí con la cabeza y la vista baja. Prosiguió informándome que tenía unos informes del alcalde de mi aldea en los que se certificaba que yo no me había alistado voluntario en el ejército enemigo de la nación. Ese señor, que me estaba salvando la vida, era el amo de las tierras en las que yo trabajaba antes de partir hacia la guerra. Nunca le estaré lo suficientemente agradecido por esa carta de liberación de culpa. El elegante oficial se levantó y me puso la mano en el hombro sonriendo a lo que correspondí. “Pues bienvenido, amigo al ejército nacional. Hombres fuertes como usted, hacen falta”.
¿Qué quería decir eso? ¿Estaba entendiendo que me estaba enrolando en su ejército? De mis dudas me sacó cuando me dijo: “firme aquí, su solicitud de alistamiento”.
Era eso o morir. Y yo, esas prioridades, siempre las he tenido claras. Me destinaron al frente más cercano. Pasé de estar en un bando a estar en el otro, teniendo que disparar a la gente de mi propio pueblo; pero disparaba siempre más alto de las cabezas de los que fueron camaradas y, ahora, eran “mi” enemigo. Pasaron tres días hasta que pude hacer una visita a la aldea. Como era un territorio tomado por “mis” tropas, no hubo problema en llegar. Lo que más me costó fue convencer a mis propios hermanos de todo lo que les acabo de relatar. Pero siempre fui intachable y me creyeron. Es más, me dieron información de dónde estaba el mayor de todos. No se lo creerán, pero era justo en las trincheras del frente en el que yo me batía. Mis balas podrían estar rozando a mi propio hermano.
La guerra se alargó demasiado. En la zona donde vivíamos ya no se combatía. No había balas en ninguno de los dos batallones y nos dedicábamos a dejar las cosas como estaban y esperar noticias de otros frentes más determinantes. El grado de desidia militar fue tal, que hasta había días en los que me cruzaba, sin uniforme, a las líneas de los soldados rebeldes para ver a mi hermano. Aprovechaba para leerle, porque él no sabía, las cartas que le enviaba la novia y escribirle algunas palabras para ella.
Pasaron los días, meses, años, y; por fin, acabó la guerra. Volvimos todos a nuestras casas. Los rebeldes, rendidos, volvieron a mezclarse con los soldados de la nación que empezaron a tomar los cargos de representación en las localidades de todo el país. Yo, volví a los cultivos de agave y de secretario personal del terrateniente. Este mes, empezó a trabajar el nuevo contador de patrimonio de la empresa. Es una persona que escribe bonito. Le he contado esta historia para que la transcribiera y le encantó. Así que, todos los días por la tarde, quedamos una hora para que mi memoria, a través de su pluma, puedan conocer esta historia del soldado que sirvió en los dos bandos.
Luis Alberto Serrano
luisalbertoserano.wordpress.com
@luisalserrano @MiPropiaLuna
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Bonito y duro relato.
Me gustó muchísimo la historia.-
Gracias, Julieth.
La Guerra Civil española fue un sinsentido. Hermanos contra hermanos y gente luchando en bandos sin ideales. Mi abuelo, como cuento en el relato, fue alistado en el ejército a la fuerza.
Abrazos.
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Una historia dura y enternecedora....
De ese soldado llegaron unos herederos fascinantes q hoy en día son personas muy amables q tengo el gusto de conocer ....
U fuerte abrazo..-
Gracias, María Jesús.
La verdad es que puedo presumir de que esta familia es maravillosa. Siempre nos hemos apoyado en todo y hemos intentado dar lo mejor de nosotros a todos nuestros amigos. Eso no te quepa duda.
Abrazoooo
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Que entrañable historia de luchar en la vida y por la vida...👏👏👏👍💪💕
Un ejemplo para nuestros días también
Gracias 👍-
Gracias, Ángel.
Mi abuelo fue un luchador. Yo tengo muy vagos recuerdos. La mayoría de ellos, como esta historia, nos llegaron por lo que contaba nuestra abuela. Él falleció joven a causa de una larga enfermedad. Yo tenía 4 añitos. Pero mi abuela se encargó de enseñarnos los caminos de la vida y, el ejemplo de mi abuelo, la ayudo mucho a darnos lecciones.Abrazo
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Me trae recuerdos de las historias que me contaban mis abuelos de la guerra civil. Saludos
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Saludos, amigo Federico.
Sí, la Guerra Civil fue una contienda que montaron los poderes fácticos de la época y en la que obligaron a involucrarse al pueblo. Muchos no querían, y se vieron obligados a alistarse a miedo de ser fusilados o soportar las represalias contra sus familias. Eso, nunca más, por favor.
Abrazooo
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