Brutalismo

La taberna se encuentra en el centro de Cádiz. Entra una pareja. Él de unos cincuenta y pico, el pelo engominado, jersey anudado al cuello, polo gris de Lacoste. Ella, gafas de pasta, traje chaqueta y aspecto en general de secretaria. Es ella la que lleva el maletín.
—Buenos días —saluda él.
No levanta la vista del iPhone. Tocotó, tocotó. Ha entrado tableteando con los pulgares en la pantalla y no deja de hacerlo ni para sentarse: tocotó, tocotó.
—Bueno día tengan lo señore —responde el camarero, acercándose a la mesa.
La secretaria deja el maletín en una silla y se sienta también, sonriendo amistosamente.
—Me va a poner, si me hace el favor —sigue el tipo, con un marcado deje madrileño que suena brusco, hasta impertinente—, un cortado descafeinado de…, ¿tiene leche desnatada? No, no. Mejor sin lactosa.
Tocotó, tocotó.
Calvo hasta la coronilla, el pelo rizado y largo de un cantaor flamenco, el camarero de camisa remangada y brazos morenos apoya la libretita en la barriga y chasquea la lengua.
—Un cortado descafeinado con hielo. Cortito, ¿eh? La leche sin lactosa. Me lo pone en una taza, ¿estamos? Muy caliente y sin espuma.
—Un manchaíto…, marchando. —El camarero se cambia el palillo de una comisura a la otra—. ¿De sobre o de máquina, caballero?
—Sobre, sobre.
—Asuca o sacarina.
—No tendrá Stevia, ¿verdad? Bah, déjelo. —Tocotó, tocotó—. Sacarina.
El interior de la taberna es de ladrillo caravista. En un rincón, una pirámide de barriles. Sobre el mostrador de caoba, de línea pesada y clásica, una máquina cortafiambres, botellas de vino tinto y una maceta con claveles, raciones de morcilla y chorizo, criadillas con tomate, pimiento y membrillo. Colgados del techo, una veintena de jamones puestos a secar, y en una columna, dominándolo todo, la cabeza de un toro. Hay carteles taurinos por todas partes: toreros de grana y oro, morlacos que brincan cuando el picador les hinca la garrocha y embisten al caballo o se lanzan con ojos inyectados contra la muleta, toros grandes de lengua colorada, un alfiletero de banderillas, toros enfurecidos con el lomo teñido de sangre.
El camarero guarda la libreta y el boli Bic en el bolsillo del delantal. En su lugar, saca un cuchillito corto, muy afilado, como el que usan los toreros para descabellar, y de un tajo certero se lo hunde entre las vértebras. El tipo se derrumba sobre el iPhone.
—Pa’ viví así —suspira, encogiéndose de hombros. Limpia el filo en el delantal y se lo guarda—. Mejó que no sufra…, animalico.
La Faraona canta por la radio con voz jacarandosa:
Éshale guinda ar pavo,
éshale guinda ar pavo,
que yo le esharé a la pava
asuca, canela y clavo.
—La señorita, ¿querrá tomá algo?
La secretaria sonríe. Tiene una gotita de sangre en la mejilla que parece un lunar. Al soltarse el pelo y sin las gafas de pasta se da un aire a Ava Gardner una tarde de sol en Las Ventas. Da las gracias al camarero y pide un Bloody Mary.
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Oye que giro más brutaaal! Jajaja. Muy buen relato, Alberto.
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