Primer precio - Catarsis

Catarsis

Me rodea un silencio ensordecedor al volver a casa. He pasado fuera varias semanas, pero nada ha cambiado. Hace más de un año que el mero crujir del suelo de madera consigue que me sobresalte. Veo sombras que no están ahí, una sentada en el sofá, otra en la cama bajo las sábanas. Sé que es mi propio corazón que no se permite descansar, que sigue tratando de verle donde siempre pese a que ya no es posible.

Su memoria volátil ha dejado impregnadas nuestras paredes. Le abandonó llenándolo todo y ahora que se ha ido, está en cada rincón. Puedo sentir su presencia en el papel pintado que elegimos juntos, en el jarrón que tanto odiaba y en el cerco que dejó su taza en la mesa de madera.

Los recuerdos que le resultaban inalcanzables me invaden desde que me levanto hasta que me acuesto.

A veces creo que, si cierro los ojos y escucho con atención, reaparecerán las huellas que dejamos en la alfombra al bailar descalzos nuestra canción.

Él temía perderse a sí mismo, no era consciente de que yo jamás olvidaré lo que vivimos, que su historia no morirá mientras yo viva y que sus últimos años no son más que una neblina que pronto se desvanecerá.

No voy a decir que será como si nunca hubiese estado enfermo porque sería mentira. Lo estuvo y nos partió la vida en dos, pero no fue su mente la culpable, ni siquiera fuimos nosotros. Fueron los demás.

Al principio, nos arroparon. Se volcaron con palabras de ánimo, con abrazos de aliento y un amor desmedido, pero la situación no era temporal y algunos no llegaron a entenderlo. No supieron afrontar el sufrimiento de ver apagarse a quien un día quisieron, de ver que ya no era como querían, que se esfumaban sus anécdotas y se perdían en el silencio de una mirada de incomprensión. Tal vez pensaron que debían protegerse a sí mismos porque el tormento podía durar décadas. Se supone que la gente no pasa por esto siendo tan joven, pero así fue y no envejeceremos juntos rodeados por nuestros nietos.

Creo que más allá de la enfermedad y su propio olvido, lo que hizo que se marchitara fue que lo dejaran atrás.

Se alejaron. Todos y cada uno de nuestros amigos. Dejamos de importar. No fue de un día para otro, pero cuando quise darme cuenta estaba sola con el peso de aferrarme a dos vidas mientras una no dejaba de escaparse entre mis dedos.

Y ya no hubo visitas ni tuve hombros para llorar o amigos con los que reír. Me quedé atrapada en un olvido asfixiante que amenazaba con romperme en mil pedazos.

«Tienes que cuidarte» decían desde lejos. «Los cuidadores siempre se olvidan de cuidarse a sí mismos» soltaban sin pararse a pensar dos segundos, sin ponerse en mi piel de verdad, sin ver cómo eran nuestros días y lo solos que nos encontrábamos.

Daban consejos que nadie les había pedido tras la seguridad y el valor de estar tras un teléfono, sin atreverse a mirarme a los ojos o a cogerme la mano. Y luego tuvieron el descaro de llorarle y me tragué la rabia, apreté los dientes y dejé que mis lágrimas limpiasen el dolor.

La ausencia te desgarra más que la misma muerte. Es la sensación de vacío lo que te impide avanzar y mucha gente no entiende que puede experimentarse antes incluso de la pérdida. En ese agujero negro no pareces tener derecho a llorar porque aún no ha sucedido lo peor, o eso dicen. Te lavas la cara, miras un reflejo que apenas reconoces y tu cuerpo se mueve como un autómata impulsado por lo que no dejas salir.

Cuidas, ayudas, animas, sonríes, repites. El agua caliente de la ducha se lleva tus lágrimas a escondidas y, cuando sales, vuelves a poner el tono de alegría que evita que esa persona que adoras se ponga triste o agresiva, aunque no te reconozca.

Le cantas, le dices lo guapo que está y te sientas a su lado. Algunas veces no quiere ni mirarte, otras, no te quita ojo de encima.

—¿Te conozco?

Te rompes.

—Sí —respondes con una sonrisa triste que te araña las mejillas.

—Eso pensaba.

Y ahí está el último resquicio de tu alma aferrándose con uñas y dientes al espectro de un recuerdo que no consigue nadar hasta la superficie.

—Creo que te quiero.

Tragas saliva para no llorar, pero tus ojos, mis ojos, se inundan sin remedio.

—Yo también lo creo.

Es lo único que pude decir. ¿Qué otra cosa podría haber hecho? El hombre al que tanto amé sabía en el fondo de su corazón que no era una desconocida, que algo nos conectaba.

¿Tendría que haberle explicado todo? ¿Haber hecho que se sintiese desconcertado? ¿Le habría dolido saber en ese instante lo que sucedía?

He tardado en perdonarme a mí misma por todas las veces que me equivoqué, por las ocasiones en las que perdí la paciencia y le grité, por los días en los que deseé que todo terminase pronto. He logrado perdonarme como jamás podré hacer con los demás, porque yo sí merezco otra oportunidad.

Quiero volver a conocerme, necesito saber quién soy después de lo que he sufrido. A ellos, que nos abandonaron en el peor momento, no tengo ningún interés por traerlos de vuelta a mi vida. Se marcharon cuando más falta me hacían y no tienen derecho a regresar, no se lo voy a permitir.

Dejé que lloraran cuando murió, acepté sus condolencias, aunque no me importaran lo más mínimo y, si me arrepiento de algo, es de haber hecho que se sintieran mejor, como si sus llantos y sus «lo sientos» hicieran borrón y cuenta nueva tras años de soledad.

Supongo que piensan que el tiempo lo cura todo y, en parte, tienen razón. El paso de los meses cura la angustia constante, el de los años amortigua el dolor de la pérdida, pero no viviré el tiempo suficiente como para curarme de este rencor.

Soy lo suficientemente joven para que me miren con lástima por una viudedad tan prematura y, aun así, en las décadas que me queden por delante, no pienso dejar de sentir lo que siento. La decepción, el desengaño y el resentimiento forman parte de mi nuevo yo.

He descubierto muchas cosas en este tiempo. Sé que soy fuerte y que me sobrepongo a los golpes de la vida, que soy una superviviente que hará lo que sea con tal de levantarse tras cada caída, sé que soy paciente y cariñosa, y, sobre todo, que no todo el mundo tiene permiso para ver mi fragilidad ni mi fortaleza. Está en mis manos elegir con cuidado a quienes invito a compartir mi espacio y me resulta hilarante recibir mensajes para quedar de personas a las que preferiría no volver a ver nunca.

Todavía no se han dado cuenta y hoy es el día en el que lo harán. Lo he meditado cuidadosamente. He desconectado tumbada al sol sobre la arena de una cala apartada, he dejado que el sol cicatrizase mis penas. En el fondo, pensaba que esta sensación se me pasaría, que preferiría volver a mi vida anterior en lugar de romper con todo, pero ya no soy esa persona. He cambiado y no quiero dejarme escapar.

Esta historia no es sobre él ni sobre nosotros. No trata del amor que compartimos ni de la muerte que nos separó. Es sobre mí, son los cimientos de un nuevo comienzo en el que lo único que quiero llevar conmigo es mi memoria, lo único que me queda ya, el eco de una niñez feliz, un matrimonio intenso y breve y la melodía de un futuro en blanco.

Acaricio la sombra de un amor pasado y siento su presencia sobre mi hombro cuando me miro en el espejo antes de salir de casa, me alienta, me anima. Ya no hay enfermedad ni días repetidos, no hay dolor ni soledad. Está conmigo y me apoya como siempre hizo.

Soy la última en llegar al restaurante.

Me reciben, como siempre, con los brazos abiertos, con piropos sobre lo bien que se me ve y lo morena que me he puesto tras unas merecidas vacaciones. Lo dicen como si me hubiera tomado un año sabático, esquivan la realidad y la decoran a su gusto. ¿Es el tabú del duelo o un rastro de vergüenza por su comportamiento? Creen que, si no hablan del tema, no pensaré en ello, pero solo con ver sus caras siento una llama en el estómago que pugna por salir.

Me he prometido fingir durante toda la comida y eso he hecho. He charlado como la que más, he reído con soltura y compartido fotos de mi viaje, y ahora ha llegado al fin el momento.

Retiro la silla para ponerme en pie con la copa en la mano.

—Me gustaría hacer un brindis —pronuncio en voz alta y el corazón vibra en mi pecho como el aleteo de un colibrí.

Todos los ojos se posan sobre mí, pero ya no hay dudas, no hay miedo por el qué dirán o por si me darán de lado. Ya no me importa lo que opine nadie, estoy aquí por y para mí. Y hago esto en su memoria, por lo que perdimos y lo que descubrimos en el camino.

—En primer lugar, quiero agradeceros el haber venido. No podría hacer esto si alguno de vosotros me faltase hoy. Como todo este tiempo, ¿verdad? Habéis estado ahí cuando os he necesitado, me habéis apoyado, nos ayudasteis en todo… Ah, no. Esperad, igual me estoy equivocando de personas. —El silencio se corta con cuchillo—. Ninguno de vosotros estuvo ahí. Familia, amigos… No son más que palabras que no significan nada.

»¿Queréis saber por qué os he hecho venir? Es muy sencillo, quería que tuviéramos una despedida de lo que fuimos, que recordarais por un segundo lo que compartimos en el pasado. Habéis reído conmigo, hemos disfrutado de un rato agradable y ahora tiene que terminar.

»Deseo de corazón que seáis felices y que cada día de vuestras vidas recordéis que abandonasteis a vuestros seres queridos, que solo quisisteis estar en los buenos momentos y huisteis como ratas cuando llegaron los malos.

Alguien se acerca y me agarra con suavidad el brazo, pero lo retiro con un tirón elegante. No he venido aquí a dejar que me callen, esta vez no.

—Espero que nunca tengáis que pasar por lo que pasamos nosotros, que nunca veáis en lo que se convierte la gente cuando estás en el punto más bajo. Ojalá os libréis de experimentar el dolor de la soledad y que os atormente para siempre que vuestro amigo os olvidó a todos y cada uno de vosotros, porque es lo único que merecéis.

»Y ahora, si me disculpáis, me voy y no quiero que ninguno se atreva a volver a dirigirme la palabra y, si un día nos encontramos por la calle, espero que tengáis la decencia de cruzar a la otra acera sin levantar la mirada.

»Por el futuro. Chinchín. —Alzo la copa, doy un dulce y lento trago y me marcho de allí más ligera, más libre.

Él olvidó.

Yo no.

 

Conoce a su autora

Autora: Ángela Pacheco Juste

Biografía: Ángela Pacheco Juste (Madrid, 1990) estudió Información y Documentación en la Universidad Complutense de Madrid y se especializó en Corrección profesional en Cálamo & Cran. Ha publicado el relato de fantasía Cuarenta lunas de invierno en la antología La magia de la primavera de Pasaporte Akihabara y ha dado sus primeros pasos en el género de terror con Panicum miliaceum (Entre mitos y pesadillas, Arboverso) y Plata o lobo (podcast Martes de terror). Actualmente, reside en la Región de Murcia y busca un hogar para su primera novela.

Contacto: Twitter/X: @ashadaxa

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