Segundo premio - Carretera solitaria

Carretera solitaria

El denso calor estival se filtra por las ventanillas cerradas. En el asiento del conductor, Rebeca se muerde el labio inferior, contemplando con indecisión el botón del aire acondicionado. Ante ella, el sol del mediodía brilla en lo alto del horizonte, cegándola incluso tras el filtro azulado de sus gafas de Prada. Las gruesas gotas de sudor que perlan su frente comienzan a deslizarse por el contorno de su cara. Sus ojos viajan de vuelta hasta el cuadro, al brillante punto naranja que le recuerda lo desesperado de su situación. Bajo el velocímetro, el número treinta resalta sobre el negro contraste del cristal líquido. Tras un tenso instante, la mano se retira despacio y vuelve a aferrarse al volante, al ritmo impotente de una maldición en alto. No importa, nadie puede escucharla. A su alrededor, un páramo de tierra agrietada y arbustos secos se extiende hasta más allá de donde alcanza la vista.

Demasiado concentrada en su estado, da un respingo cuando la voz sintetizada del navegador le avisa con su tono vivaracho de la proximidad de su destino. Aliviada, comprueba de nuevo la pantalla que cuelga de la inerte rejilla de ventilación. Hizo bien en descargarse el mapa, pues hace ya tiempo que se ha quedado sin cobertura en aquel remoto confín del desierto de Nevada.

Su esperanza se torna en frustración cuando contempla al fin la estación de servicio. Apenas una caseta maltrecha, cuyos vidrios yacen dispersos en añicos por el suelo. Los surtidores, en otro tiempo de un blanco prístino, muestran entre los restos de pintura desportillada los estragos rojizos del óxido. La gravilla cruje bajo sus pies, y un chorro de calor sofocante le golpea el rostro, mientras se detiene junto al primero de ellos y extrae, sin mucha fe, la manguera de su soporte. Nada. Dejando fluir la rabia, arroja el boquerel contra la torre de metal, abollando la superficie por el impacto. Sofocado el llanto, se aferra a su teléfono en busca de un milagro. Es inútil. La siguiente estación se encuentra más allá de su alcance.

Grita y se maldice por no haber prestado atención al depósito esa mañana. Eureka, el pueblo más amistoso en la carretera más solitaria de América, rezaba el cartelón junto al motel donde había pasado la noche. Volver allí tampoco es una opción, y no recuerda haber visto granjas por el camino donde solicitar ayuda… El pensamiento enciende una luz de esperanza en su mente. A la pulsación de una tecla, el mapa cambia a una vista por satélite. La fecha en su esquina inferior le avisa que es antigua, tiene más de cinco años, pero no importa. Tras unos pocos instantes, encuentra lo que busca. A solo un par de millas, la silueta de una casa destaca contra el marrón de la tierra circundante.

Las ruedas gimen con un chirrido cuando arranca, demasiado emocionada para reparar en el peso que su pie imprime sobre el acelerador. En tan solo dos minutos divisa por fin su nueva parada. Situada al borde de la carretera, los listones blancos de las paredes de madera reflejan el sol del mediodía, iluminando unas sábanas tendidas frente al porche delantero. En el tejado, una antena parabólica y varias placas solares. Despacio, enfila la entrada y detiene el coche a unos cuantos metros del gigantesco molino de viento que recibe a los visitantes. Echa un vistazo a su bolso, pero, finalmente, decide dejarlo. Lo último que necesita en este momento es un disparo de un granjero desconfiado.

El crujir de una mecedora la sobresalta nada más poner un pie sobre el asfalto. Sentada a la sombra del porche, una mujer la mira con recelo. Sus manos reposan sobre su regazo, aferrando un bulto que no logra identificar con la distancia.

―¿Perdone? ―grita Rebeca, tratando de parecer inofensiva. Las manos, a la vista. Los movimientos, cautos.

La mujer no dice nada, así que se permite el lujo de avanzar unos pasos. No hay respuesta. Algo más envalentonada, continúa hasta detenerse frente a los escalones. Tendrá entre cuarenta y cincuenta años. Su vestido de gasa cuelga por los costados, de un azul claro que apenas contrasta con el blanco del mandil. El bulto sobre sus muslos es ahora bien visible. Punto de cruz, lo que hace que una sonrisa aliviada escape de sus labios. La mujer permanece en silencio, con sus ojillos negros fijos en sus pasos.

―Disculpe ―insiste, dubitativa―, ¿tal vez podría usted ayudarme? Me dirijo hacia Reno por trabajo y estoy a punto de quedarme sin gasolina.

Rebeca nota la tensión en su propio cuerpo, lista para dar un salto. La mujer se levanta despacio, con las agujas aún en sus manos.

―No le hará falta, querida ―responde al fin, para su sorpresa, con un acento educado―. Si continúa unas cinco millas más, encontrará el desvío a la estación de servicio. Va a hacer un año ya que la trasladaron, pero los navegadores se resisten a actualizarlo. Imagino que habrá pasado por la antigua y se habrá asustado. No es la primera vez que pasa.

Rebeca asiente con la cabeza, con la tensión disipándose por cada poro.

―Sí. La verdad es que estaba aterrada. No quiero imaginar lo que puede ser quedarse aquí tirada con este calor. Gracias por las indicaciones. Cinco millas, ¿no?

―Eso es. No tiene pérdida, es la primera salida a la izquierda.

El aire caliente ya no le pesa tanto cuando reemprende la marcha. La tranquilidad que le ha transmitido la mujer ha dado vida de nuevo al aire acondicionado. Apenas un par de minutos más tarde encuentra el desvío señalado. Aunque asfaltada, la nueva carretera es más estrecha, tanto que duda si podrán pasar dos coches al mismo tiempo.

Diez minutos después, el calor ha regresado. En el cuadro, tres rayas horizontales es todo lo que queda de su combustible, y cada gota vuelve a ser un regalo.

―¡No, no, no! ―grita al notar los primeros tirones del motor.

Las lágrimas de frustración que se acumulan en sus ojos apenas le dejan ver los campos baldíos. Se ha perdido, o se la han jugado. Quedarse allí tirada sería una sentencia de muerte.

Entonces, en la distancia, cree distinguir algo. Un edificio bajo, de madera tratada y sin pintar. Un granero, tal vez. O un almacén de maquinaria. ¿Quién sabe? Civilización, al fin y al cabo. A medida que se acerca, su corazón palpita con más fuerza. Tras el edificio distingue el brillo de un depósito metálico.

Las ruedas derrapan por el frenazo. Apenas es capaz de detener el coche antes de saltar hacia las puertas, que aporrea sin compasión haciendo rebotar el candado. Los golpes resuenan en el interior, pero solo el eco le responde. El depósito tampoco parece dispuesto a apiadarse de ella. Su nariz reconoce de inmediato el olor a gasolina, aunque de poco le vale ante la válvula cerrada con llave.

Apenas tiene tiempo de volverse cuando escucha el sonido de dos botas pesadas crujiendo sobre la tierra de los campos. A su espalda, un hombre fornido la contempla. Alto, de barba blanca y peto vaquero, cuya camisa de cuadros se arremanga sobre los codos. En una mano, una azada, en la otra, un puño apretado. Su rostro, serio y de ojos entornados no logra ocultar un aspecto bonachón, cual Papá Noel del campo. Cuando al fin habla, su voz es grave y serena.

―¿Qué hace aquí? Esta es una propiedad privada.

Rebeca tartamudea mientras su boca emite palabras atropelladas. El viaje, la gasolina, la mujer… Sonidos inconexos que dispara apresurada. El hombre la escucha suplicar desconsolada, observándola de arriba a abajo.

―Comprendo ―dice al fin. En su voz hay nerviosismo mal disimulado―. No tengo la llave del depósito, pero, si se espera aquí, puedo ir a por ella.

La inquietud invade a Rebeca. Su actitud le hace desconfiar, y el temor comienza a ganar fuerza.

―¿No hay otra manera?

―Me temo que no, pero no se preocupe, no tardaré.

Rebeca quiere negarse, pero no le servirá de nada. Su bolso sigue en el coche, y hay poco que pueda hacer.

El hombre camina hacia ella, que se hace a un lado al ver como se lleva una mano al bolsillo. Un fajo de llaves surge del peto y retira el candado, dejando a la vista una camioneta tras las puertas del granero. Tras los asientos, una escopeta colgada.

―Tal vez podría acompañarle. Solo tengo que buscar mi bolso y…

―No, no. Mejor espere aquí. Vuelvo enseguida ―le insiste por la ventana.

Adentrándose más aun en el camino, la camioneta se pierde en la distancia. La corriente de aire cálido mueve su pelo negro y, con cada nuevo minuto, las historias de terror se abren paso, ganándole la batalla a su cordura. No puede quedarse allí. No es seguro. A toda prisa, vuelve al coche, pero el motor ya no arranca. Golpear el volante no sirve de ayuda, así que acaba por dejarlo. Huir a pie por el campo tampoco es una opción. No hay lugar donde esconderse en las tierras baldías.

Bolso en mano, corre hasta el interior del granero buscando cualquier arma improvisada. La suerte se muestra al fin de su parte cuando abre un cajón y encuentra unas tijeras. Puede parecer poco, pero la sorpresa le puede dar una ventaja necesaria.

Sentada a la sombra del granero, comprueba su reloj justo a tiempo de ver como la camioneta asoma por la carretera seguida a corta distancia por otro coche conducido por un hombre joven. Apenas tardan unos minutos en llegar y, entre ambos, le cortan cualquier posible retirada. El joven es el primero en bajar, y Rebeca aprecia enseguida el brillo metálico del calibre 38 que cuelga de su cintura. El granjero lo hace justo después, escopeta en mano.

―Señora ―saluda el joven.

―¿Qué ocurre? ―pregunta, acorralada.

―Por favor, le tengo que pedir que deje el bolso en el suelo ―continúa este―. Si colabora, será mucho más fácil para todos.

Rebeca se resiste, obligando al joven a sacar el arma. Sin más opciones, el bolso cae al suelo.

―Camine hacia el coche ―le indica el joven, que la sigue, sin dejar de apuntarla, a un paso de su espalda―. Las manos donde pueda verlas, y reclínese contra el capó.

Rebeca obedece sumisa y nota como le separa las piernas y le sujeta las manos a la espalda. La presión se relaja un momento cuando el joven baja la mirada hacia el lugar del cinturón a donde se dirige su otra mano y un destello plateado surca el aire cuando Rebeca se gira y le clava las tijeras en el cuello. El chico retrocede gritando, pero ella no se separa. Las puñaladas se repiten veloces ante el estupor del granjero, incapaz de reaccionar a la violencia desatada. El cuerpo inerte cae y el sonido de dos disparos resuena por la explanada. El hombre deja caer la escopeta y se palpa las flores rojas que brotan en su pecho antes de desplomarse. Rebeca cae de rodillas, jadeando extenuada, mientras el viento disipa el humo del revólver.

***

Diez minutos más tarde, el cartel de la gasolinera brilla bajo el sol cuando la camioneta entra a toda prisa. En el aparcamiento, un grupo de hombres charla cerveza en mano. Rebeca se detiene en la parte de atrás y corre hacia los baños. Frente al cristal, trata de controlar el temblor de sus manos mientras el agua diluye la sangre que la delata. Limpia al fin, se aclara la cara.

De vuelta a la camioneta, el aire acondicionado a plena potencia mece con suavidad su pelo oscuro. En el retrovisor, su rostro sereno le devuelve la mirada. El tinte y el maquillaje habían resultado inútiles. El recuerdo de la cara del joven marshal vuelve a acosarla. Sus ojos azules habían mostrado la misma sorpresa que los de él antes de que también lo matara. Comprueba el depósito lleno, y arranca. Sobre el asiento del copiloto, el cartel de “Se Busca” aún muestra su vieja cara.

 

Conoce a su autor

Nombre del Autor: Eduardo Lamiel Boraita

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  • X: @edhredhel
  • Instagram: @edhredhel

Biografía: Eduardo Lamiel nació en Zaragoza en 1983, aunque ha crecido y vivido toda su vida en Madrid. Licenciado en Farmacia, y especializado en el área de calidad, ocupa su tiempo libre disfrutando de partidas a juegos de mesa, de miniaturas o de rol con su familia y amigos.

Actualmente tiene una novela publicada, Legado de Dhaenar, una historia de fantasía contada en dos tiempos, y varios relatos cortos premiados en diversos concursos.

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