Cántame una canción
Asomó la cara entre las rocas para observarla en secreto, pero ella lo vio, le dedicó una cálida sonrisa y con una voz que sonaba como flautas en una fiesta de oboes, le dijo.
— Cántame una canción, para no estar tan triste
Él, azorado, salió torpemente desde su escondrijo y empuñando su laúd, acertó sentarse sobre una gran roca redonda, tomó el instrumento con sus manos y procedió a afinarlo lentamente, corrigiendo el tono de cada cuerda con la precisa meticulosidad con la que un relojero, ajusta el muelle de los segundos en un reloj de pulsera.
Rasgueaba una cuerda, comparaba el sonido con la siguiente en un traste determinado, ajustaba y regresaba nuevamente a las cuerdas que ya había afinado, hasta que estuvo seguro del sonido.
Tocó unos acordes de prueba y procedió a seguir ajustando la tensión de las cuerdas hasta que estuvo satisfecho del resultado.
Ella lo miraba embelesada, sin proferir palabra y esperaba pacientemente a que terminara su ceremonia de afinación.
Él hizo un complicado acorde con los dedos de su mano izquierda y con la derecha comenzó lentos arpegios, arrancando una dulce melodía que llenó el espacio de armonías y silencios bien sincronizados con los cuales comenzó a cantar.
"Viene la Luna desde la montaña
subiendo con el alma cansada,
subiendo con miedo en la mirada,
para ver la puesta del Sol,
su amado.
Su amado que la espera languideciendo
al otro extremo del horizonte,
que la espera sonriendo
entre el trinar de un Sinsonte.
Sinsonte que canta cuando
asoma la luna sobre la montaña
escuchando el trinar, se ilumina
ve a su amado, se anima
y en pos de él camina.
Pero el Sol la mira
con tristeza profunda,
un dolor que nace y fecunda
se marcha y suspira."
Ella, hermosa, desnuda y recostada en su roca mantuvo un solemne silencio al terminar la canción.
Su mirada se perdió en una lejanía de recuerdos inmemoriales, de anhelos incontenidos y deseos milenarios que afloraban en sus ojos en forma de cristalinas lágrimas que se escapaban raudas, deslizándose por sus mejillas y sonriendo le dijo.
— Gracias, me has hecho feliz, ahora vete pronto, porque no sé si podré contenerme.
Él se puso de pie lentamente, inclinó la cabeza en una leve reverencia, se dio la vuelta y caminó despacio bajando con una tensión en los hombros que apenas era imperceptible, caminó por el bosque sin voltear atrás y justo cuando salía de la floresta llegando al camino, suspiró aliviado.
Emprendió la marcha con el sol a sus espaldas ocultándose en el horizonte, tiñendo el cielo de rojos celajes cuando escuchó a lo lejos, una espeluznante y desquiciada carcajada que lo dejó frío de los pies a la cabeza.
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