El que transita por el pasillo - Relato de Cristian Leonel
CAPÍTULO 1: Nostalgia
Solía invadirme la nostalgia al recorrer las calles donde pasé parte de mi infancia. Las veredas esconden historias de muchos chicos y los árboles son los que guardan en su piel la estampa de un amor tempranero. Así eran los barrios no hace mucho tiempo, épocas donde la gente se juntaba en la puerta de la casa a tomar mate y a veces a cenar. En cierto modo, lo que se plasmaba frente a los ojos, oficiaba como un televisor, el chusmerío era moneda corriente y no ser parte de esa vorágine era perderse un capítulo de la novela llamada vida.
Admito que todo lo que se repite en mi cabeza son nítidas sonrisas. Cuando venían mis primos solíamos quedarnos hasta tarde contando historias, fantaseando con alguna aventura como esas que daban en la televisión en el horario de la tarde. Las viejas ya sabían de lo que éramos capaz. Nos tenían calados cuando los primeros calores daban vida al verano y salíamos con nuestras bombas de agua a espantar a las chicas que pasaban cerca.
Cuando tengo tiempo libre, me gusta acercarme por esos parajes donde pasé mi niñez. Ir sentado en el auto acompañado de un cigarrillo y rememorar el tiempo donde las preocupaciones banales de la vida, como lo monetario, no habían corrompido mi vida. Vivir el momento. Tal vez de eso se trata el ser chico. Reír, jugar y volver a repetir el círculo. Si es posible, infinitamente.
Lo paradójico de todo este asunto es que nunca me atrevo a circular por la calle donde estaba nuestra antigua casa. Hay algo que no me permite acercarme a unos cien metros, o sea, una cuadra. Durante años al utilizar mi tiempo de ocio y adentrarme en el viejo barrio, solo lo hacía hasta las calles aledañas. El estar ahí hacía que todo volviera a mí como si fueran imágenes en movimiento. Como una película muy vivida. De alguna manera, era como entrar a un universo donde todo cobraba vida y al irme de esa “realidad” se esfumaba. Volvía a ser yo mismo. Los problemas que nos impone el dogma social volvían a mí, dejando a un lado las mangueras con agua que utilizábamos para divertirnos. En síntesis, al alejarme del barrio los recuerdos desaparecían.
Cada vez que me acercaba a las calles paralelas resonaban en mi mente las mismas preguntas: «¿Cómo es posible olvidarme de todo esto que me dio tanto sosiego? ¿Acaso hay algo que bloquea mi percepción? ¿Qué pasó que todo aquello quedó al margen de mi vida?»
Estas escapadas a este mundo el cual muchas veces creía irreal o producto de mi imaginación, se daban de tanto en tanto. Más precisamente una vez al mes. Y luego, al volver a mi casa para encontrarme con el cariño de mi familia, que si era parte de una realidad y no de un surrealismo que daba vida mi mente, pasaba días repletos de tristeza. La angustia oprimía mi pecho sin conocer los motivos. La desesperanza era parte de mí ser y al ser borradas las imágenes donde brincaba sobre pequeños charcos de agua estancada por la lluvia, sentía infelicidad. ¿Cómo es posible llegar a un estado de tal tristeza sin poder recordar lo que perdiste?
Ese juego de caer en una honda depresión sin conocer el motivo, afligía mi pecho de forma constante luego de salir de aquel mundo. Sin embargo, con la realidad puesta sobre mis hombros todo volvía a ser “normal” otra vez al cabo de un tiempo. Y casi sin darme cuenta llegaba el momento de volver al paseo sobre la vieja residencia.
¿Cómo se daban estas situaciones? Hoy las veo algo más claras. Y era al final del mes, después de cerrar la liquidación mensual de la empresa donde trabajaba. Como me llevaba más de lo requerido, debía quedarme haciendo horas extras. Al marcharme, con la cabeza aturdida luego de sumergirme en los números durante largas horas, mi cuerpo actuaba por sí solo. Dejaba que todo fluyera de forma natural. No era consciente hacia dónde me dirigía. Y cuando volvía a ser dueño de mis actos estaba ahí, cerca de donde me había criado. Volvía a empezar otra vez. Los recuerdos de tardes con la merienda cerca del viejo árbol, los partidos de fútbol de vereda a vereda, los gritos de los vecinos que se juntaban a escuchar el partido por radio o a lavar los coches. Todo estaba de nuevo en mi mente, tan vivo que parecía real.
Pero lo extraño de todo esto es que no recordaba nada puertas adentro de la vivienda donde pase aquellos momentos de felicidad absoluta. Ni siquiera la fachada venía a mi memoria. Todo lo que podía ver con claridad al penetrar ese barrio, del cual tampoco tengo recuerdos nítidos, es que no me dejaba vislumbrar lo que realmente había dentro de los cimientos. ¿Por qué? ¿Dentro de los muros, que dividían esa realidad adulterada transformándola en algo virtual, se hallaba algo que no debía ver? ¿Qué reprimía mi mente? O mejor dicho… ¿Por qué volvían a mí, los momentos que me hacían sentir ajeno?
Todo cambió un lunes. Si, el primer día hábil de la semana, ese que deseas que no llegue porque todavía querés quedarte enfrascado en tu descanso. Esa realidad forjada por las ganas de hacer lo que uno le plazca, sin tener que oír las estúpidas quejas de los clientes y de mis jefes. Sin cumplir horarios. Los lunes traen sentimientos encontrados en el ser humano. Odio, bronca y angustia, son algunos. Aunque no están exentos la depresión y la violencia que pide a gritos emerger de los poros de la piel. Exacto, violencia. Porque si existiera una estadística en qué día es en el cual se comenten los actos más violentos y disparatados, esos que escapan de la “normalidad” social, seguramente el elegido sería el lunes.
Abrí la puerta del auto y tiré el cigarrillo que tenía entre mis dedos. Fume hasta la mitad del filtro, llegando a sentir que las yemas se me quemaban. Me es difícil olvidar esa sensación. ¿Por qué? Porque fue el último cigarrillo que recuerdo haber fumado.
Delante de mis ojos estaba la cárcel que me mantenía preso por cinco días a la semana. Sitio donde solo puede acrecentar mi amargura. Ahí estaba, con mi mejor cara de perro. Dispuesto a hacer mi trabajo de forma obligada. Como siempre lo había hecho. Pero ese lunes, en el cual todo sería distinto, comenzó ahí, después de la última calada de tabaco. Delante de la puerta, José, el guardia de seguridad se colocó frente a la entrada impidiendo el paso. Intentó ser amable conmigo, pero sus palabras me cayeron como un balde de agua helada.
—Disculpe señor Rodríguez— dijo con la mirada perdida. Se notaba que no estaba a gusto con esa manera de actuar—, solo cumplo órdenes.
—Lo entiendo José— contesté, dándole una palmada en la espalda. Esbocé una sonrisa y volví a mi vehículo.
Me detuve a una cuadra de lo que ahora era mi ex trabajo. Subí las ventanillas y comencé a gritar. Golpee el volante y el tablero. Grité con tanta vehemencia que llené el parabrisas de saliva. Ahí dentro, todo comenzaba a nublarse por mi rabia. Definitivamente los lunes no era mi día especial. Y desde ese momento le tendría miedo. ¿Por qué? Simplemente porque a veces después de la tormenta viene la paz. Aunque este no era el caso. Allí, en la esquina de donde pasé horas de mi vida brindando un servicio, quedaban las esquirlas de un hombre dañado. ¿Cómo mirar a Natalia y decirle que le fallé? ¿Cómo continuar sin conocer el camino?
Y ahí, cuando pensé que la niebla debía disiparse de a poco, hice rodar el auto. Me dejé llevar durante horas, hasta que me percaté que estaba en el limbo donde creía que venían mis recuerdos de felicidad. El lugar donde muchas veces creía ajeno.
Cerré los ojos y respire profundo. Los aromas y las risas ingresaron por mis fosas nasales como si fueran una fuente de vida. Exhalé. Y al abrir los ojos note que estaba en una calle donde jamás había transitado. Mi piel se erizó. Todos los pelos de mis brazos estaban parados. Y por mi nuca corrió un escalofrío que no sabía que podía existir. Detuve la marcha y miré en ambas direcciones. Estaba desconcertado al no conocer esa calle.
Un brillo se hizo presente a escasos metros. Emergí del vehículo y fui en dirección de aquel resplandor.
Quedé boquiabierto al descubrir que estaba frente una fachada gastada y antigua. Una presión invadió mi pecho al reconocer la casa donde pasé mi infancia.
CAPÍTULO 2: Desconcierto
—¡Tomás! ¡Tomás!— oía a lo lejos. — ¿Dónde estás, nene?
Oscuridad y algunos ruidos incomprensibles adornaban mi entorno. Y de golpe, un pequeño destello cobró vida, aumentando cada vez más su volumen hasta que de repente recuperé la visió
—¡Tomás! ¡Tomás! ¡Vení para acá!
Abrí los ojos de par en par con las rodillas adoloridas. El sol avivaba de forma pronunciada mi piel. Aun con la vista algo nublada, me di cuenta que estaba tumbado en el suelo. Me incorporé con lentitud y sentí otra vez aflicción debajo de mis rótulas. Las denominadas “frutillitas” se hacían eco en mi piel. Dolían más de lo que parecía.
—¡Tomás! ¿Estás bien?— volvió a gemir la voz. ¿Quién era? ¿Cómo sabía mi nombre?
Froté mis ojos y descubrí que continuaba frente aquella casa, esa que me hizo sentir un miedo intenso, un dolor sin precedentes.
Pese a la dolencia de mis extremidades, me incorporé con agilidad. El clima se sentía enrarecido y la calle que hasta hace poco había transitado con mi auto, se veía diferente. Muy diferente.
Volteé en busca de mi vehículo, al no sentirme orientado, di una vuelta de trescientos sesenta grados sobre mi eje y no lo vi. Los pocos coches que estaban estacionados eran realmente muy antiguos.
—¡Me cago en la puta madre, Tomás! — escuché detrás mío—¿Estás bien? ¿Por qué mierda no contestas? ¿Acaso te comieron la lengua los ratones?
Todo era muy confuso, ¿me había desmayado? ¿De golpe? La incertidumbre se apoderó de mí ser. Hasta que me tomaron de los brazos y un violento zamarreo hizo que volviera en sí.
—¡Hey! ¿Qué te pasa?
No pude contestar. Las palabras me abandonaron por el simple hecho de tener a mi madre frente mío. Ella me gritaba y seguía agitándome con movimientos bruscos buscando que le contestara de la forma que ella creía elocuente. Esta situación no tendría nada de descabellada en un ámbito normal, ya que tenemos una madre preocupándose por su hijo. Pero este no era ese el contexto idóneo para que se de esta escena. ¿Por qué lo digo? Porque mi mamá llevaba dieciocho años bajo tierra.
***
Asombro era una palabra que quedaba corta para describir ese momento. ¿Desconcierto? Si, tal vez era la más adecuada. Tal vez delirio sería la que diera justo en el clavo, pero eso lo pienso hoy que tengo la mente un poco más clara mientras escribo estas notas. En ese preciso instante no supe cómo reaccionar al ver a mi madre frente a mí como si realmente existiera, entonces toda mi existencia se puso modo automático, de la misma forma cuando mi auto me llevó hasta aquella casa que estaba detrás de mí preocupada madre.
—Sí, estoy bien— mi voz sonaba extraña. Y no de la forma que uno la siente al escucharla en una grabación, si no que de alguna forma el tono de mis palabras me alertaba sobre algo que aún no me daba cuenta— ¿Por qué me preguntas?
—¡Te diste un golpe tremendo! ¡Mira como tenés las rodillas! —la notaba muy preocupada y creía que el golpe era para tanto—. Mostrame las manos, ¿te las lastimaste?
Y el desconcierto volvió a renacer de nuevo. Al observar mis pequeñas y juveniles manos quede absorto. El silencio se hizo presente. Esto no podía ser cierto. Mis manos eran las de un niño y no las de un hombre de casi cuarenta años. Toda esta situación debía tener una explicación lógica y racional. La casa, el desmayo, mi voz y la presencia de mi mamá debería ser un sueño. Eso fue lo que pensé en primera instancia. Pero no lo era, estaba ahí, frente a ella otra vez. Sueño o no, no debía dejar la oportunidad de hacer lo que me guarde en su lecho de muerte.
Quité mis manos de un tirón y la abracé con fuerza. El aroma que desprendía su piel era el mismo que recordaba. Su pelo, que comenzaba a brotar las canas, fue parte de ese cálido abrazo. Uno que me hubiese anhelado que dure toda la vida.
No sé a ciencia exacta cuánto duró esa muestra de cariño, es posible que hayan sido segundos, aunque para mi fueron una eternidad.
—Vení— ordenó sujetándome de uno de mis pequeños brazos—, vamos adentro a lavarte esas rodillas. Lo único que falta es que se te infecten. Si me hicieras caso y no corrieras por todos lados no te pasarían estas cosas.
La puerta estaba abierta, dándole paso a un largo y angosto pasillo. No tenía recuerdos de ese corredor, pero sí puedo decir que al ingresar en él, sólo cabíamos mi madre y yo. Al ingresar, la puerta se cerró bruscamente.
A mi izquierda había una puerta, tal vez la entrada a la casa que tenía las ventanas que daban a la calle. La segunda puerta de la misma mano, era nuestra parada. Ahí dentro, era donde había pasado parte de mi infancia, o al menos así lo creía.
Antes de entrar me quedé quieto un instante. Como si estuviera paralizado. La sensación fue la misma que tuve al encontrarme frente a la fachada de la vivienda. Esta vez, observaba con pavor la última puerta, la cual estaba frente a la salida y no de lado izquierdo como las demás. Serían unos diez metros que nos separaban, tal vez más, tal vez menos, pero esa distancia parecía infinita. Y no sé porque sentía un aura tétrica que emergía de ese sitio.
— ¡Tomás! — gritó mamá desde el interior de la casa—. Entra, así te limpio.
Dentro del baño, el desconcierto fue mucho mayor, ya que al verme al espejo no podía creer lo que veía reflejado. Si, era yo. Pero ese “yo” tenía doce años de edad.
Toqué mi cara y pellizque con fuerza uno de mis cachetes. Sentí dolor, eso significaba que no soñaba, lo que ocurría era cierto. ¿Cómo era eso posible?
—¿Qué mierda pasa acá? — susurré. Estaba dentro del cuerpo de un niño, pero mi mente era la misma que hace escasos minutos.
Un fuerte ruido me hizo volver en sí. Alguien había abierto la puerta que daba a la calle. Me asome por el pasillo y noté que un hombre se acercaba con paso cansado. Mis ojos se llenaron de lágrimas al ver esa silueta sin forma. No pude divisar su cara. Una sombra caía sobre su rostro ocultando sus rasgos.
Mamá se asomó detrás de mí apoyándose sobre mis hombros y creo que saludó al siniestro personaje que marchaba en nuestra dirección. Mis sentidos no reaccionaron hasta que sentí correr sobre mis pequeñas piernitas mi orina caliente.
CAPÍTULO 3: Por la noche
Cené pastel de papa y como si fuera un spot publicitario, al probarlo muchas imágenes revolucionaron mi mente. El sabor era inconfundible.
La comida pasó como si nada. Mamá y yo solos en la mesa. ¿Tenía papá? No podía recordarlo dentro de la ecuación familiar. Las paredes, aromas y cada rincón de la casa me hacían sentir local pero por algún motivo mi mente me obligaba a sentirme ajeno a esa realidad.
Sin comprender lo transcurrido en esas horas, opte por continuar de forma natural, sin alterar el curso de la historia y ver que a qué final llegaría. Porque todo esto, tendría un final. Y quiero contarles que lo voy descubriendo en la medida que redacto estas páginas, intentando a su vez revelar el misterio de estas imágenes que vuelven a mí en este momento de lucidez.
Cepillé mis dientes a conciencia. Tarde más de lo normal y eso se debió a que no podía dejar de observar mi reflejo con asombro. Realmente era yo, pero con ¡doce años!
En el trayecto hacia mi cuarto, que se hallaba en el primer piso, pasé los dedos porque toda la superficie que recorría. Era tan real, tan fresco. Sentía que todo me era propio y a su vez no. “Extraño en tu suelo y extranjero en mi nación” fueron las palabras que revolotearon en mi cabecita.
***
En la mirada de un niño de mi edad, el cuarto parecía grande. Y aunque realmente no lo fuera, estaba más que bien, sobre todo si no debía compartirlo con nadie. ¿No tenía hermanos? Froté mi sien con mis dedos, intentando recordar algo más de mi vida y me era imposible. De la misma forma que cuando volvía a casa con mi familia y las vivencias vividas al pasar por las calles de mi barrio se borraban, ahora sucedía lo mismo. Una densa niebla no me dejaba ver más allá.
La cama era cómoda. Muy cómoda. Y por alguna razón disfrutaba estar ahí acostado.
Casi llegando a los pies de la cama, había una ventana con cortinas azules. La misma daba hacia el pasillo de entrada. Los PH o denominadas “casas chorizos” tienden a ser iguales. Entrada principal, un largo corredor donde aparecen las entradas a cada una de las viviendas y listo. También comparten lo lúgubre que se ven por las noches, más si uno puedo verlos desde la mirada de un niño. Un largo camino oscuro, carente de vida. Donde las medianeras te tienen atrapado. ¡Es un lugar sin salida!
Las estrellas podían verse de forma nítida. Quedé asombrado por la iluminación que generaban junto a la Luna. De todo lo vivido ese día, esa escena era la que más disfrutaba desde el descanso de mi cama. Tener aquella vista desde ahí, era algo fantástico. La oscuridad del infinito que las envolvía era un show fuera de serie. Y me pregunté: ¿Cuántas veces me detuve en mi vida adulta a disfrutar de tal magnífico espectáculo? La respuesta es: Nunca. Jamás reparé de lo maravilloso que eran las constelaciones que hay sobre nosotros. Debía ser por vivir acelerados o simplemente ahora podía disfrutarlo porque por más que tengo la mente de un adulto, estaba dentro de niño y lo quiera o no, este caparazón aún no estaba pervertido.
Me sobresalté al escuchar un ruido. De alguna forma extraña, me resultó familiar.
Con lentitud, fui hasta la ventana y observé hacia el exterior. Ahí vi cómo se cerraba la puerta de la calle y entraba de nuevo aquella figura tétrica. ¿En qué momento había salido? Al verla recordé haberme orinado de miedo, pero no entendía porque no lo recordaba hasta hace unos instantes.
Sus pisadas eran fuertes, lo cual venía acompañado por su tamaño. No podía ver sus facciones y no es que las ocultara, pero algo me impedían vislumbrarlas. Era alto, muy alto. Jamás vi alguien tan grande, ¿o de nuevo mi percepción infantil alteraba la realidad?
Algo arrastraba. Mi curiosidad aumentó, como así también el miedo. Mi piel se erizó. Él no podía verme, estando ahí arriba detrás de las cortinas no era un blanco visible. Detrás de él, traía una bolsa bastante grande. De pronto, se oyó un graznido del interior del cobertor. El gigante-¡porque lo era!-giró sobre sí mismo y le dio una patada con una brutalidad que jamás vi en mi vida.
En el pasillo reinó otra vez el silencio, exceptuando las pisadas de ese hombre y su fuerte respiración, nada más se oía en el perímetro.
Lo seguí con la mirada hasta que irrumpió en su casa. La puerta al final del camino, esa que se veía tan lejana. No pude divisar nada del interior, y tampoco sé si realmente quisiera ver que hay más allá.
Minutos más tarde, emergió de su residencia. Esto hizo que saliera del trance que me provocaba la luz de las estrellas.
La bolsa que llevaba detrás de él, ahora estaba vacía. Su respiración era fuerte, haciendo que su pecho se infle como una pelota. Se frenó hasta llegar a la mitad del camino y levantó la mirada en mi dirección. Aún no podía divisar sus facciones, pero si su mirada. Me penetraba y desgarraba la piel. Sentí miedo, como jamás lo había hecho. Nuestras miradas se chocaron y como si fuéramos a decirnos algo, nos quedamos así por un tiempo sin sentido. Volvió avanzar hacia donde me hallaba. Era más alto que antes, ¿cómo podía ser posible? Su cabeza llegaba hasta mi ventana. ¡NO ES REAL! «¡¿Qué carajo está pasando?! ¡Esto no es posible!» Intenté gritar, pero mi cuerpo juvenil no reaccionó. Solo me quede ahí, mirándolo a los ojos. Estábamos frente a frente y aun así no podía ver sus facciones.
Abrió su bolsa y pude ver que dentro de ella había restos de cuerpos mutilados. Eran pequeños, tal vez de niños. ¿Será por eso que no vi a nadie en las veredas al llegar a este “mundo”? ¿Dónde estaban todos esos chicos que venían a mi memoria?
Una sonrisa macabra se manifestó en su indescifrable rostro. Tomé mi cabeza con ambas manos y no pude contener más el grito de pánico.
—¡¡NOO!!—grité con toda mi fuerza y luego caí en la cama, viendo por última vez la luz brillante de las estrellas.
CAPÍTULO 4: El que transita por el pasillo
Abrí los ojos poco a poco. Un fuerte brillo me encegueció y no me permitía orientarme con facilidad. Intenté moverme hacia un costado, pero no pude. Los movimientos que intentaba hacer se reducían a la nada misma. Sentía el cuerpo entumecido. Paralizado.
Cuando mi visión se acostumbró al destello que caía sobre mí, me percaté que no eran estrellas que resplandecían. Era luz artificial. Fuerte, muy fuerte. A mí alrededor todo estaba cubierto por un blanco desgastado. Al querer mover los brazos de nuevo, descubrí que estaban encerrados en un chaleco de fuerza.
A mi izquierda había una puerta reforzada de gran tamaño con una pequeña ventanilla. De pronto, se abrió y entró alguien vestido íntegramente de blanco. No pude diferenciar sus rasgos.
Solo le bastó tres pasos para colocarse a mi lado. Sacó del bolsillo un enorme manojo de llaves y antes de liberar mis ataduras me dijo:
—Te vas a comportar, ¿no? —asentí y decidí seguir la corriente de todo esto que me resultaba incomprensible.
Cuando estuve sin ataduras, tomé asiento sobre uno de los costados de la cama. El olor a almidón era insoportable.
—Tómate estás — ordenó —. Y no quiero que intentes nada, ¿oíste? Si no, la hacemos fácil, volvés al chaleco.
Obedecí sin hacer ningún gesto. Coloque las pastillas en mi boca y bebí el contenido del pequeño vasito de plástico.
Lo miré sin comprender qué era lo que me daba. Tampoco entendía lo que sucedía. ¿Soñaba?
—Ahí sobre la mesa te dejo unas hojas y unos lápices, así te divertís. La doctora dijo que unos días de aislamiento te van a hacer recapacitar.
Cerró la puerta con un fuerte golpe y se marchó. Intenté ver sobre la pequeña ventanilla, pero solo veía un largo y ancho corredor.
Sujeté uno de los lápices y comencé a escribir estas líneas, creyendo que al redactarlo sacaría mis dudas, debía aprovechar este momento de lucidez.
Las brillantes luces se apagaron. Dentro del cuarto todo quedó en penumbras.
Un fuerte ruido comenzó a invadir el sitio. Me acerqué a la ventanilla y vi de nuevo a esa figura sin facciones que volvía a transitar por el pasillo.
Se paró frente a mi puerta y comencé a tiritar de miedo. Dijo algo que no llegue a oír y volví a caer en un profundo sueño.
Soy Cristian Leonel González de Buenos Aires, Argentina. Nací el 18/04/88 y desde temprana edad sentí apego hacia muchas ramas del arte, entre ellas la literatura y la música. En esta última fue la que me desenvolví durante mi adolescencia tocando en grupos de diversos géneros musicales ya sea tocando un instrumento (guitarra, bajo o batería) o desde la composición lírica. Grabe varios discos con diferentes agrupaciones y tuve la suerte de participar en varias giras nacionales.
Estudié Licenciatura en Psicología y Profesorado de Historia, ambas sin finalizar. Ahora estoy sumergido en el estudio del idioma japonés desde hace casi dos años. Conduje un programa de radio llamado #MatarseParaQue (título que nace de una canción de una de mis bandas) durante el 2010 y 2012, volviendo al ruedo en el 2020 hasta que pandemia hizo que lo dejara de lado.
Edité cuatro libros en los últimos años. Ellos son: Entrelazos de la mente (relatos), Como llegue a la chica de mis sueños sin nunca haberla soñado (tragicomedia), Percepción alterada (thriller psicológico) y Alomnesia (thriller psicológico).
Varios de mis relatos fueron seleccionados para distintas antologías, entre ellos están: El Chango y el pardo (infantil), Callejón (terror), El viaje (drama-fantástico), Bajo los cimientos de la ciudad (suspenso), Noche agitada en el cementerio (terror), Paralizado (terror) y La pandilla del muelle (aventura)
¿Dónde encontrar?
Instagram: @cristianleonelgonzalez88
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