Llega el progreso

Llega el progreso

Ramón es un poco flojo para el trabajo. A José Antonio le gusta llevárselo consigo al campo, le hace compañía y le resulta más llevadera la jornada. Ramón es un simpático caradura, forma parte de su encanto, no en vano, así logró conquistar a la hermana de su compañero cuando tenía varios pretendientes, mozos forasteros, con más posibles y mayor porvenir. Si puede, José Antonio le paga un jornal. Se siente un poco responsable de él. Su cuñado tiene dos niños chicos que mantener.

Hace unos años, en la época buena, Ramón se fue a trabajar a la construcción a Madrid. Era casi un crio, duró quince días en la ciudad. Se pasaba todo el día quejándose. Echaba de menos su pueblo, su cama, la comida de su madre, ir a ver por las tardes a su novia. No estaba acostumbrado al ritmo de trabajo que le exigían en la obra. El encargado de la cuadrilla terminó por mandarlo de vuelta. “Anda chico, vete a tu casa y que te dé trabajo tu padre, esto no es para ti.” – Le dijo.

José Antonio nunca ha salido del pueblo. Tiene tierras en propiedad, unas las ha heredado y otras las compró invirtiendo sus ahorros, por aquello de asegurarse el futuro. Pero vive, en lo principal, de cuidar y arreglar las tierras de otros. En los años 60 y 70, muchos vecinos del lugar emigraron, están repartidos por todo país. El pueblo se quedó medio vacío, y desde entonces, no se ha vuelto a recuperar. Los que se fueron, en su mayoría, conservan pequeñas parcelas de terreno que heredaron de sus padres. Esos pedazos, como les llaman en el pueblo, generan más gastos que ingresos. Sus propietarios los mantienen por razones sentimentales. A penas les rentan un par de garrafas de aceite al año que les proporciona la cooperativa, por eso de la participación en la producción, y un descuento en la compra de botellas de vino de la bodega. Cuando en verano llegan de visita al pueblo, cargan el maletero de sus coches como si se hubieran ido de compras a Andorra. Algunos de esos emigrantes, cuando se jubilan, regresan al municipio para pasar la vejez e invierten un dineral en reformar la casa en la que nacieron y vivieron de niños. Esos son los clientes de José Antonio.

Esa mañana, los dos labriegos están podando una viña. Con la tijera en la mano, José Antonio corta las ramas que salen de otras ramas para que las cepas crezcan con más brío. Ramón va recogiendo los sarmientos del suelo, los amontona en un rincón y les prende fuego. Ha hecho una fogata en mitad del campo, está esperando a que se formen brasas y asar sobre una parrilla unos chorizos que ha traído de casa. Para Ramón, el almuerzo es el momento más importante de la jornada, en prepararlo le presta casi toda su atención. Debe estar listo para eso de las diez de la mañana.

  • ¡Eh! Qué esto ya está. – Grita Ramón.
  • Muy bien, manigero. – José Antonio deja la faena y se acerca a la lumbre donde se está asando la comida. – ¡Qué buena pinta tiene esto!
  • Es la Pascuala, que tiene muy buena mano para los chorizos, a su hijo no le salen tan bien. Cuando esta mujer se jubile no sé lo que va a pasar.
  • Eso no va a suceder. En el pueblo no se jubilan nunca las mujeres. – José Antonio saca una navaja del bolsillo, la abre, corta una yesca de un pan redondo, pincha un chorizo de la parrilla, lo deja sobre el pan y se sienta en el suelo. – Por cierto, hoy inauguran el tren de alta velocidad. Dice la radio que pasará por aquí cerca a eso de las once. Tenemos que ir a verlo.
  • ¡En qué cosas se gastan los dineros los políticos! – Ramón coge una bota de vino, da un trago y se la pasa a su compañero.
  • ¿Cómo qué en qué cosas? – Le responde José Antonio. – Es el progreso. La gente podrá recorrer el país en tren en unas pocas horas, cuando antes llevaba más de un día. Además da la imagen de que somos un país avanzado, desarrollado. En este tren van a ir ministros y presidentes regionales, para que veas lo importante que es.
  • ¿Y yo qué saco con eso? – Pregunta Ramón.
  • Tú siempre pensando en ti mismo. Así te va.
  • Bueno, a ti te expropiaron unos terrenos y te dieron una indemnización.
  • Unos dinerillos. Por cierto, vamos terminando que hay que ir a ver el tren. Recoge un poco esto y súbete al tractor que no quiero llegar tarde.

Los dos amigos se fueron en el vehículo agrario hacia las inmediaciones de las vías del ferrocarril de alta velocidad. Se situaron de pie junto a la base del montículo de grava sobre el que están colocados los raíles. Esperando con paciencia a ser testigos de tan histórico acontecimiento. Sin dar tiempo a preverlo, como una exhalación, la máquina ferroviaria apareció y desapareció de su vista, levantando una ráfaga de aire a su paso que les golpeó el rostro y alborotó sus cabellos.

  • ¿Y esto es todo? ¿Esto es el progreso? – Preguntó Ramón.
  • Sí, esto es el progreso. Vámonos al tajo que queda mucha faena por hacer. – Dijo José Antonio.

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