Malos tiempos para la prosa
Cuando los críticos disienten, el artista está de acuerdo consigo mismo. A un hombre le podemos perdonar que haga algo útil siempre que no lo admire. La única excusa para hacer
una cosa inútil es admirarla infinitamente. Todo arte es completamente inútil.
(El retrato de Dorian Gray. Óscar Wilde)
En cuanto despierta los ojos se le salen de las órbitas al percatarse de que se encuentra atado y amordazado a una silla atornillada al suelo. Mira a su alrededor y trata de hacerse una idea de dónde está. Por la rejilla del techo se cuelan tenues destellos de luz que se desparraman por la estancia. Intenta adaptar su vista a la penumbra y comprende que se halla en el interior de una vieja nave industrial. Se fija en las vigas del techo, en las grietas y en los desconchones que rasgan las paredes.
A su alrededor flota una constelación de polvo. Bajo sus pies hay un montón de plásticos arrugados. Al fondo escudriña lo que parecen ser varias estanterías cubiertas de telarañas. En los estantes yacen botes oxidados, aperos antiguos, herramientas de jardinería y repuestos de bicicletas. A su izquierda descubre un maletín como el que utilizan los médicos cuando se desplazan al domicilio de un paciente para atender una urgencia.
La mordaza que tiene en la boca apenas le permite respirar. Su frente se encuentra perlada por el sudor. Nota que su mente está espesa y no hilvana los pensamientos con lucidez. Se siente mal, como si la noche anterior se hubiese excedido con las copas. Le debieron de echar algo en la bebida.
«Sí, seguro que fue eso», piensa aterrado.
Recuerda fragmentos inconexos, piezas de un puzle que en estos instantes es incapaz de recomponer. En su memoria hay un bar, una rubia oxigenada, la voz de Bruce Springsteen de fondo, el aparcamiento de un centro comercial y el maletero de un coche.
Después de eso nada de nada. Sombras.
Tinieblas.
Oscuridad.
Piensa en los secuestros exprés. En España no son frecuentes, pero con la llegada de las mafias latinoamericanas han comenzado a proliferar. Imagina que le querrán sacar todo el dinero y que sus familiares tendrán que reunir el efectivo del que dispongan. Pero ¿y si no pagan?
Traga saliva, aprieta los dientes y contiene la respiración.
Entonces puede que le corten la falange de un dedo, el lóbulo de una de las orejas o le saquen un globo ocular.
«¡No, eso sí que no! Nadie me va a desfigurar. Debo salir de este lugar cuanto antes», piensa angustiado.
Él atraviesa una mala racha. Su cuenta bancaria está en números rojos y en el periódico donde trabaja cabe la posibilidad de que el día menos pensado le entreguen la carta de despido. El periodismo ya no es lo que era: sueldos bajos, infinidad de horas extras que no se cobran, precariedad y miseria.
Los secuestradores se han equivocado de persona. Él está tieso. No podrá abonar el rescate. Tampoco sus padres ni mucho menos su exmujer. Deberían probar en la
Moraleja o mejor en la zona de Galapagar. Allí sí que hay familias con casoplones y dinero, protegidas detrás de muros de más de seis metros de altura y sofisticados sistemas de seguridad.
Trata de tranquilizarse. Se encuentra alterado. Cuando está nervioso, piensa en cosas que le relajan. Un paseo por la playa. Las olas del mar. Un poema de José Hierro. Un relato de Salinger. El último libro de Ray Loriga o las novelas de Roberto Bolaño. Le gusta leer. La lectura es uno de los placeres de la vida con los que aún disfruta.
A lo lejos escucha unos pasos acercándose. Las bisagras emiten un gruñido aterrador. La puerta se entorna lentamente. Un escalofrío le recorre la columna vertebral. La respiración se le acelera. Tiene las muñecas hinchadas. Se mueve en la silla e intenta liberarse de las ataduras. La sangre no le llega a las manos ni tampoco a los pies. Una sombra se desliza por el suelo. Su pecho no deja de subir y bajar. Está a punto de cagarse en los pantalones.
Una idea más macabra que la anterior sobrevuela su cabeza. ¿Y si se trata de una red de traficantes de órganos? ¿Y si le extraen un riñón? ¿Y si le quitan las córneas o le sacan el corazón y luego le entierran en cualquier descampado? ¿Y si echan cal en el agujero para que su cadáver se descomponga y desaparezca de la faz de la tierra?
«¡No, por favor! No quiero morir así. Me gustaría ver de nuevo a mi hijo. Ahora mismo desearía estar con él. Ni siquiera le dije que le quería la última vez que nos vimos. Y, ahora, podría ser tarde», piensa aterrado.
—Te quiero Juan —farfulla entre dientes.
El mundo está lleno de maldad. Lo sabe perfectamente. Basta con echar un vistazo a la página de sucesos de cualquier diario digital. Cada día desaparecen en el país una media de noventa y seis personas. ¿A dónde va toda esa gente? ¿Qué es de ellos? ¿Los matan? ¿Los violan? ¿Los entierran? ¿Se fugan de casa? ¿Desaparecen sin más? ¿Dejan atrás una vida que ya no les importa? Él no quiere ser un número más que incremente esa estadística.
La bombilla del techo vibra y lanza sus haces de luz por todos los rincones de la nave industrial. Ante él se proyecta la figura de un hombre de unos cuarenta años. Se fija en que tiene la tez cetrina, los ojos más negros que el betún y la nariz aplastada de tantos golpes que le ha debido de dar la vida. Es delgado y fibroso como si hubiese salido de un campo de concentración de la Alemania nazi. No lo conoce. No sabe quién es. De inmediato, agacha la cabeza y cierra los ojos.
«¿Por qué le has mirado? ¡Eres un idiota, joder! ¡Sí, un puto subnormal! Le has visto la cara. ¿Sabes lo que eso significa? No, no lo sabes bien. Ahora, si te lo pusieran delante de una rueda de reconocimiento, podrías señalarle con el dedo y decir: Es él, agente. Es el tío que me tuvo retenido en la nave industrial. ¿Crees que te dejará marchar? ¡Ni de coña, tonto del culo! ¡Estás jodido! ¡Bien jodido! ¿Por qué has levantado la cabeza? ¿Por qué le has sostenido la mirada?»
El hombre le quita la mordaza y le observa con la exhaustividad de un perito que examina el parte de un siniestro.
—¡Al fin te has despertado Bella durmiente! —dice con una voz que suena fría y distante.
Él vuelve a abrir los párpados y entonces le aterra otro macabro pensamiento.
¿Ese tarado no estará pensando en grabar una película snuff? En los años ochenta y en los noventa estuvieron de moda. Las snuff son vídeos que muestran violencia extrema. Grabaciones reales en las que se ven personas a las que torturan, humillan y matan. Un hilillo caliente le recorre la entrepierna. Nota la humedad en el calzoncillo y repara en la mancha que se le ha formado en el pantalón.
Se acuerda de una noticia que leyó en la prensa unos meses atrás. La información mencionaba a tres chicos rusos que habían asesinado a una joven con un destornillador, un par de puntas y un martillo. Después subieron el vídeo a YouTube. La grabación consiguió más de seis millones de reproducciones y obtuvo cuarenta y cinco mil me gusta antes de que la retirasen de la plataforma. La gente está loca. En el mundo cada vez hay más personas que están mal de la cabeza.
Echa un vistazo a su alrededor para cerciorarse de que no hay trípodes ni cámaras.
—¿Quién eres?
El hombre le mira, pero permanece en silencio.
—¿Qué es lo que me vas a hacer? —dice jadeante.
—Ya habrá tiempo para eso.
«¿Tiempo? ¿Para qué? ¿De qué está hablando este perturbado? ¿Qué piensa hacer conmigo? Esto no puede estar ocurriendo. No es real. Es… es una jodida pesadilla».
—¿Quién eres? ¿Qué es lo que quieres de mí?
—Paciencia…
—¿Te envía mi exmujer, no? ¿Es por lo de la pensión alimenticia? Te juro por mis muertos que esta misma tarde realizo la transferencia. Este mes ando un poco justo. Aún no he cobrado la nómina, pero de hoy no pasa. Te lo juro por la memoria de mi hijo…
—No, no conozco a tu ex.
—¿Es mi casero? Seguro que es ese hijoputa. Pe… pero si solo me he demorado un par de meses. Él sabe que yo siempre cumplo. Soy un tío legal. Soy una persona de fiar. Pero en estos momentos, atravieso una mala racha…
El secuestrador niega con la cabeza. Después, saca un recorte de un periódico y se lo enseña:
—Esta crítica literaria la escribiste tú, cabrón, y me jodiste la vida. ¿Quieres saber lo que dijiste sobre mi novela, eh? Es un libro anodino, sin chispa, no aporta nada al género. Por el bien de la literatura, lo más conveniente sería que su autor se dedicase a la horticultura. ¿Cómo coño pudiste redactar semejante mierda? Arruinaste mi carrera literaria. Pues bien, seguí tu consejo: dejé la escritura.
—¡Ah sí! —dice perplejo.
—Sí. Ahora soy carnicero—dice mientras le muestra la afilada hoja de un cuchillo de más de tres centímetros de grosor—. Y de los buenos. Es hora de ajustar cuentas.
-Autor: Rubén Gozalo
-Twitter: https://twitter.com/ruben_gozalo?lang=es
Rubén Gozalo. Licenciado en Periodismo y en Publicidad y Relaciones Públicas por la Universidad Pontificia de Salamanca. Es autor de nueve novelas y dos libros de relatos. Ha ganado más de una veintena de concursos literarios.
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