Clave de sol

Clave de sol

El cielo no tiene la cualidad de los laberintos (sin puertas ni corredores, igual que el espejo de mar en el que se mira. Sin bifurcaciones) y, aun así, parece infinito. Es primavera. Las golondrinas se cruzan como puntas de flecha, se azuzan entre ellas trazando parábolas, antes de volver a lanzarse en picado. La brisa vibra como la cuerda de un arco. Le musita algo al oído con voz de rapsoda: carros que vuelcan, ruido de espadas. Lo despeina, como despeinaba a Aquiles en la llanura de Troya, o antes que a él a Patroclo, su íntimo amigo.

Ícaro respira hondo (el cielo tiene la fragancia de una pradera de asfódelos) y se impulsa más y más hacia lo alto. Cada vez que bate las alas experimenta la ingravidez del impulso. El pecho se le hincha, se le deshincha; es la vela de una galera. Tensa los músculos y asciende sin darse auténtica cuenta. Siente que sus nervios son cables trenzados de bronce; su cuerpo, un engranaje complejo en el que los huesos y las articulaciones actúan cada uno a su debido tiempo, cumpliendo una función determinada. Cuentan que un filósofo antiguo ideó una paloma capaz de sostenerse en el aire gracias al vapor del agua, pero ¿qué es él al lado de un artilugio de feria? Abajo, su padre, cada vez más abajo, es un puntito que gesticula, pobre viejo, gritando advertencias que el viento convierte en retazos; pero él no lo escucha. Atrás queda Creta, donde se sentía estúpido a la sombra de Dédalo, el gran artesano, admirado en toda la Hélade por ser el artífice de ingenios fantásticos. Encerrado en el laberinto, el sol no era más que un reflejo en los muros encarados a oriente. Vivía como los peces que se sacuden un instante en el aire antes de caer en la cubierta de un barco, donde aletean ahogándose espasmódicamente, mientras los hijos de los pescadores les hunden anzuelos en los ojos como por juego, o los levantan en volandas metiéndoles los dedos en las branquias para estimar su peso en especie.

Atrás queda Delfos. Enfrente, las costas de Samos. Sobre un promontorio distingue el templo de Helios, incendiado tiempo atrás por un rayo. Cariátides sin brazos, arquitrabes que se sostienen en un equilibrio precario. El templo, que antiguamente fue destino de ladrones y hetairas (acogía carreras de cuadrigas, un festival religioso), se encuentra hoy en completo abandono; un archipiélago de ruinas rodea el peristilo. Junto a las gradas, un buitre pelea a picotazos con las costillas de un asno. Un grupo de pelícanos se zambulle en la bahía uno tras otro, con la disciplina de una falange de Esparta. Bandadas de gaviotas, pardelas. Los cormoranes chillan, puede oír sus trompeteos a pesar de la distancia. Los que ya han pescado descansan en los escollos o en los salientes del acantilado, tapizados de excrementos; despliegan sus alas de un negro lustroso y dejan que el sol les seque las plumas.

Su padre aprovechó el verano para hacer acopio de plumas. Plumas de cuervo y de cigüeña, grandes y pequeñas, blancas, verdes, amarillas. Mientras él deambulaba por el laberinto compitiendo en un pugilato imaginario con su propia sombra, magnificada o minimizada por la luz de las antorchas, atrapaba polillas para cazar murciélagos, a los que luego les arrancaba las alas, o jugaba a los bolos con los cráneos que le salían al paso, Dédalo estudiaba el comportamiento de los pájaros. Observaba durante horas su manera de planear o cómo despegaban del suelo, y apuntaba los detalles en una tablilla de cera. Trazaba un bosquejo con mano convulsa, lo borraba sin haberlo acabado y lo sustituía por un diagrama; se devanaba los sesos intentando descubrir lo principios matemáticos de la aeronáutica, aventuraba leyes mecánicas, un barullo de fórmulas. Hablaba en sueños, forcejeando con las mantas como si lo hubiesen atado. A veces despertaba de madrugada y garrapateaba una lista interminable de guarismos con ojos de iluminado. Durante el invierno se obsesionó con las corrientes de aire como un anciano reumático, y al llegar la primavera volvió de repente a la infancia; corría y brincaba entre los insectos, gritando eurekas cada vez que capturaba una mariposa. Cuando Ícaro ya temía que fuera a perder la chaveta (lo veía dando saltos de rana, «Buenos días nos dé Apolo —o quitándose el gorro y haciéndole reverencias a una pilastra—. Soy el átrida Agamenón, rey de Micenas, vencedor de los teucros. A los pies de su señora»), lo despertó una mañana el ruido de un mazo. Su padre se afanaba entre tarugos y volutas, tallaba goznes, hacía nudos de esparto. En poco tiempo los planos dieron paso a un armazón de madera, al que Dédalo le ató las plumas más grandes; las pequeñas, quizá por cansancio o por pereza, o porque, a diferencia de Teseo, se había quedado sin hilo, las fue pegando con cera.

Un águila se desliza a su lado, flotando majestuosamente con las alas desplegadas. Lo mira sin girar la cabeza. Él sabe que lo está mirando porque se ve reflejado en el espejo color ámbar del ojo. El águila real, ave totémica de Zeus, emite un largo chillido que suena a advertencia, estirando el cuello y entreabriendo el pico en forma de gancho. Cuando vuelve a chillar y se aleja, el sol ilumina sus plumas, que resplandecen como pequeñas llamas.

Ícaro siente una quemazón en los brazos. En el último impulso le ha parecido oír un crujido. Podría bajar planeando, buscar un islote y esperar a su padre, pero bate las alas de nuevo. Quiere alcanzar a los dioses, mecerse en el éter y llegar donde solo ellos llegan, a pesar de la corriente del Bóreas, racheado y violento, que sopla cada vez con más fuerza. Lo atrapa por los pies y lo engulle en un remolino. Intenta zafarse, pero el viento le golpea en el pecho. Ícaro aletea como un polluelo que se ha escurrido del nido. A su alrededor, las nubes se deshacen como dientes de león…, o quizá sean sus alas lo que se está deshaciendo.

—¡Cuántas!, ¿cuántas veces se lo advertí? Ni muy lejos ni muy, ¡cabeza de chorlito! Las plumas, le repetía, y la cera, ¡maldita sea!

Así se lamentaba Dédalo, mesándose las blancas guedejas y lanzando piedras contra las olas. No muy lejos de él, tomando el sol entre la escollera, un tritón observaba intrigado. ¿Qué clase de criatura sería aquella?, ¿uno de esos monos de dos o tres patas de los que hablaba la Esfinge en sus acertijos? O quizá se tratara de un tipo nuevo, un autómata hecho de retales, recién salido de la fragua de Hefesto.

Acuclillado en la arena, el anciano sostenía por la concha un cangrejo ermitaño, que asomaba los ojuelos y agitaba las pinzas, sin tenerlas todas consigo. No tardó en levantarse. Cayó entonces en la cuenta de que llevaba algo en la mano y lo soltó en la orilla, para que se escabullera con la primera ola.

La próxima vez que se sintiera solo, reflexionó el inventor con amargura, en lugar de un hijo, ¡oh, dioses!, se fabricaría un perro leal y obediente.

Domingo Alberto Martínez

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