La feria de las sombras

La feria de las sombras

En Macondo, el aire siempre estaba cargado de murmullos y promesas incumplidas, como si las palabras flotaran libres, sin dueño ni destino. La feria llegó con un amanecer pálido, cuando el primer canto del gallo apenas había roto el silencio del pueblo. Nadie supo de dónde vino ni cómo se instaló, pero al amanecer estaba allí, con sus carpas coloridas y sus olores a circo viejo.

La noticia corrió como un vendaval entre los habitantes, agitando sus sueños y sus temores. Decían que la feria tenía el poder de mostrarte no solo tus deseos más profundos, sino también los secretos que el alma se empeña en ocultar.

Los niños fueron los primeros en llegar, con los ojos brillantes de curiosidad y las manos dispuestas a tocar lo desconocido. Se adentraron en la feria, donde los carruseles de madera chirriante giraban al ritmo de una música fantasmagórica. Se maravillaron con el hombre que se tragaba fuego y con la mujer que parecía flotar sin esfuerzo sobre la cuerda floja. Pero había algo más, algo que los atraía y al mismo tiempo les erizaba la piel.

En el centro de la feria, una carpa negra, más grande que las demás, se alzaba como un gigante dormido. La entrada, hecha de terciopelo azul y bordada con hilos de plata, era custodiada por dos figuras altas, vestidas de sombras. Eran tan delgadas y alargadas que parecía que el viento podía llevárselas en cualquier momento.

Los rumores hablaban de la extraña propietaria de esa carpa. Doña Valeria, decían, una mujer de rostro sin edad y mirada profunda, que tenía la capacidad de ver las sombras de las personas, de leer en ellas las verdades que ni uno mismo se atreve a reconocer. Los habitantes de Macondo, guiados por una mezcla de valentía y miedo, comenzaron a desfilar ante ella.

Marcelina, la tejedora, fue la primera en cruzar la cortina de terciopelo. Siempre había sido una mujer callada, con la cabeza baja sobre su telar, y sus dedos entrelazando hilos de sueños rotos y esperanzas perdidas. Al salir, su rostro estaba bañado en lágrimas silenciosas. Dijo haber visto a su madre, quien murió cuando ella apenas tenía tres años, reprochándole en silencio por no haber buscado más en el baúl de los recuerdos.

Luego fue el turno de Santiago, el herrero. Entró con la mandíbula apretada y el ceño fruncido, como si se dispusiera a enfrentar a un enemigo invisible. Al salir, su cara estaba pálida y sus manos temblaban. Murmuró algo sobre un anillo de oro perdido y un amor de juventud que había dejado escapar por miedo a los susurros del pueblo.

El último en entrar fue Aurelio Buendía, el hombre más viejo de Macondo, con una vida llena de historias y cicatrices que contaba con orgullo. Al salir de la carpa, sus ojos brillaban con una nueva luz. En su sombra, había visto el reflejo de un tiempo en que había sido feliz sin saberlo, cuando las pequeñas cosas, como el aroma del café en la mañana o la risa de sus hijos, eran la única riqueza que importaba.

La feria desapareció tan misteriosamente como llegó, con la misma neblina pálida del amanecer cubriéndolo todo. En la plaza del pueblo solo quedó el recuerdo de una carpa negra y las sombras de aquellos que se atrevieron a enfrentarse a sus propios fantasmas. La vida en Macondo continuó, pero cada habitante llevaba consigo la huella de la feria en el rincón más profundo de su ser, como un tatuaje invisible que les recordaba que, a veces, el mayor misterio no está en lo desconocido, sino en el reflejo de uno mismo.

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